Pau Turina
La obligación de ser genial, de Betina González, es un libro de ensayos sobre el apasionante acto de escribir y leer. Un libro teórico y emocionante. “La emoción es el hecho misterioso del acto creativo. ¿Acaso no está la emoción en el impulso que nos mueve a la página, que nos lleva a narrar aquello que vivimos o imaginamos? Yo, al menos, estoy convencida de que es así”, escribe González.
El libro está dividido en dos grandes capítulos, La aventura textual y Silencio, exilio y astucia. En el primero, teoriza sobre diversos temas a partir de experiencias personales, como el comienzo y el final de una novela, el ritmo o la narración. En el segundo, sobre su experiencia de vivir diez años en Estados Unidos; el desarraigo y la extranjería como influencias en su escritura. “Cada escritora tiene sus razones para abandonar el territorio seguro de su lengua natal”, dice.
En el epílogo, Hacer silencio, rescata la importancia del silencio al momento de escribir, en la instancia misma del acto creativo. “El pensamiento y la escritura crecen en la penumbra, en la soledad, en otro tipo de conversación con los libros y con la propia ensoñación. (…) Nunca el silencio fue tan revolucionario”, asegura.
¿Cómo surgió la idea de escribir este libro? ¿Hubo un disparador puntual?
El libro empezó como una serie de notas de clase para mis alumnas, también como una serie de charlas y conferencias. Refleja más de diez años de trabajo con la escritura. Como disparadores puntuales, tendría que referirme al libro de Úrsula K. Le Guin y al de Shirley Jackson. Cuando los leí recuerdo que pensé que no había tantos libros así en la tradición latinoamericana, libros que compartan el proceso creativo. Hay libros sobre teoría de la ficción, hay libros que son como manuales, hay libros que son para gente que quiere empezar a escribir y se le dan consignas o tips de escritura: yo no quería hacer eso. Quería escribir un libro de ensayos, de reflexión verdadera sobre una práctica; un texto que interpelara a todas las personas que aman leer y escribir ficción. Algunos de esos ensayos ya los tenía casi escritos por esas charlas y esas clases que había dado; entonces, me senté a pensar en la arquitectura de un libro de ensayos y me di cuenta de que todo tenía que girar alrededor de “la obligación de ser genial”. Hay textos en este libro que escribí tan atrás en el tiempo como el año 2013 y hay otros que los escribí durante la pandemia, justamente, para darle esa arquitectura interna que sentí que necesitaba.
Uno de los conceptos que abordás tiene que ver con la historia versus los hechos reales y, por ello, reinvidicás la imaginación. En ese sentido, escribís: “Inventar es un trabajo de riesgo”. ¿Creés que hay cierto temor a la ficción a la hora de escribir?
Son dos cosas diferentes. Por un lado, está la cuestión de un estilo de época en el cual se privilegia toda aquella narrativa que aparezca como “basada en hechos reales”. En ese sentido, creo que sí hay una desconfianza en la ficción, un miedo a la imaginación. Esto ya lo decía Úrsula Le Guin en los años noventa, cuando notaba el desprestigio con el que se trataba a las escritoras que trabajaban los géneros fantástico o de ciencia ficción. Por el otro, está la frase que vos citás: “Inventar es un trabajo de riesgo”. Esa frase refiere a otra cosa, tiene que ver con trabajo de toda escritora de ficción. Cualquiera que trabaje con la imaginación sabe que crear un mundo ficcional es muy difícil. La gran tarea es la de conectar elementos dispares, tender puentes que aparentemente nadie había atendido antes, hacerlo en una matriz narrativa. Eso es un trabajo difícil, eso es inventar. Es el corazón de la narrativa literaria, lo que a mí más me deslumbra como lectora. Lo verdaderamente inesperado está en el corazón del texto narrativo, el riesgo es la definición misma de ficción. Como decía Borges, las lectoras tenemos derecho a esperar lo inesperado en un texto de ficción. Cuando un texto trabaja con lo previsible, para mí pierde, se aleja de ese corazón. ¿Para qué leerlo? ¿Para qué escribirlo?, pienso.
En el capítulo que da nombre al libro, La obligación de ser genial, hablás justamente de que las mujeres que escriben deben destacarse más que los hombres: “La genialidad es la respuesta favorita del campo literario para dar cuenta de las mujeres escritoras como anomalía y excepciones, llamadas convenientemente aisladas en un panorama ‘naturalmente’ masculino”. ¿Creés que en los últimos años se fue modificando ese panorama?
Creo que cambió, pero solo un poco. Que se lean más escritoras, que se las entreviste, que sus libros circulen y entren en los programas del colegio y de la universidad son conquistas importantes. Pero una quiere ser leída no por su condición de género, no por una moda o porque queda bien, como también una quiere ser invitada a una charla para hablar de temas universales, del lenguaje, de literatura y no para “cumplir la cuota de género” de los organizadores. En todo eso todavía falta, creo que las lectoras y escritoras millennials van a lograr que finalmente esos pasos sean verdaderas transformaciones. El periodismo cultural debe renovarse, llega siempre tarde a estas cosas. Todavía veo titulares que me sorprenden: se entrevista a una escritora y en el título se pone: “La Reina del Terror”. Es menos frecuente que se corone así en el título de los hombres. Hay una apropiación también por parte del mercado de alguna de las conquistas del feminismo, eso es bastante peligroso porque sabemos que el sistema todo lo vuelve mercancía; por eso, en el libro insisto tanto con apartarse del estruendo, ser cuidadosa, no caer en las trampas que el patriarcado te tiende con distintos ropajes, pero que igual van a servir para categorizarte, apartarte, dejarte en un rinconcito.
En los textos de ensayo que conforman este libro, escribís utilizando el universal de manera femenina, la lectora y la escritora, y se genera un efecto de lectura, ya que las mujeres estamos acostumbradas a que el universal sea en masculino. ¿De dónde surgió esta decisión?
La mayoría de estos ensayos fueron primero charlas o seminarios, algunos tienen más de diez años. Los escribí antes de que llegara el debate por el lenguaje inclusivo y usé el femenino deliberadamente, igual que vengo haciéndolo en mis clases de la UBA al dirigirme a mis grupos. Ese gesto, esa intervención, es algo que el movimiento feminista ya viene haciendo en inglés desde los ochenta (marcar en femenino los posesivos para salir del his que se usaba como regla para writer o author) y para mí es muy potente porque la intervención que logra el uso del femenino va más allá del mundo de la literatura. Es un modo de despertar a quien lee al hecho de que todo sujeto social siempre ha sido masculino. Siento que en Argentina nos saltamos esa marcación, que es poderoso el uso del femenino para marcar eso. Y como este no es un libro de teoría, sino un libro anclado en mi experiencia personal, que está marcada por el hecho de autodefinirme como mujer, me parece coherente usar el femenino. ¿Quién soy yo para hablar por otros? Hablo por mí. En ese hablar, recupero, además, el sonido hermoso de la letra “a”, pero eso no implica que algo de lo que yo pensé no pueda convocar a otras personas, a varones o a personas no binarias, yo espero que sí, que se sientan convocadas. Hay muchas formas de ser inclusiva, por suerte. Cada autora encuentra la suya.
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Betina González (Argentina). Es autora de las novelas Arte menor, Las poseídas, Olimpia y América alucinada, traducida al inglés como American Delirium. Publicó la colección de cuentos El amor es una catástrofe natural y el libro de ensayos La obligación de ser genial. Enseña literatura y escritura en la Universidad de Buenos Aires y en la Universidad de Nueva York en la Argentina.